Como un buen amigo me recordaba, a cerca de la hospitalidad. Esa que sin quererla la recibes y que hace del extraño un conocido al que brindar un mínimo de calor en formas diversas. No importa cómo, el qué, es simplemente el querer mirar a través de ojos inocentes, lúcidos, para dar, o recibir, sin esperar nada a cambio. Aquella de la que todos disponemos.
Francia... las tierras galas, de los celtas, de aquellas tribus venidas de la zona actual de las montañas austríacas, y que se expandieron por Europa occidental. Una mezcla de gentes, que serpenteo y parto en dos mitades. Me empapo, me adentro muy profundamente, pedaleando desde el norte hacia el sur, hasta llegar a la costa mediterránea, a escasas decenas de kilómetros de Girona, Cataluña. Podría llamar este escrito ‘la persecución del frío’, para dar a entender un pedaleo cuya máxima expresión se ha tornado, como tantas otras veces, en la hospitalidad recibida, en un intento por evitar la llegada del frío desde altas latitudes de la Europa continental.
Y así es, desde mi salida desde Afléville, aquel pueblo de la Lorena francesa donde fui acogido más de dos semanas, comencé a percibir un cambio atmosférico. En la vida expuesta, eso importa mucho. Cruzando el lago Lac du Der-Chantecoq, me encuentro infinidad de aves que reposan en grandes grupos, emitiendo sonidos de todo tipo, en aguas bajas y escasas, y que gracias a monoculares de un matrimonio francés pude observar con detalle. Estas personas seguían un viaje de migración, acompañando a las aves como cigueñas, grullas y garzas, en su paso hacia latitudes más cálidas, incluso con intención de llegar al sur español en su furgoneta. Esa noche viviría una de las más bellas posibilidades que la naturaleza te brinda. Cercano al pueblo de Morvilliers, y durmiendo bajo mi tienda de campaña, grupos de grullas me sobrevolaban durante toda la noche, emitiendo sonidos. De repente, la caída de un gran árbol dentro del bosque cercano, me sobresaltó. Tantos otros animales del lugar emitirían diferentes sonidos, y yo contemplaba fascinado la completa sinfonía tan diversa.
Francia, entre pueblos, y alejado de carreteras más principales, se torna en una pista ciclable constante. Es maravilloso bordear sus lagos como Lac d’Auzon-Temple y Lac d’Orient, o simplemente discurrir por sus ríos, como aquellos días por el río L’Yonne. Dejando atrás ciudades como Troyes y Auxerre, y conversando con sus paisanos. Los franceses abiertos en general, como el mundo entero, si uno abre las puertas de su verdad, de su querer. Calentarme por la mañana con un buen té caliente, y aprovechando la llama de mi hornillo de gasolina para hacer de estufa con calcetines, zapatillas y guantes. A pesar del frío, y de la exposición constante, todo se torna calmado, bello, bucólico, y además disfrutable, si realmente esa es mi elección. No obstante, en Germigny, un pequeño pueblo antes de Auxerre, por la rivera del río L’Armançon, pude calentar mis pies en el Bar-tabac del lugar, gracias al regente. Este hombre, comentando mi hazaña, me sirvió agua caliente, y pude recargar al calor de la estufa de leña. Es importante que en época de frío, el agua ingerida sea básicamente caliente, el cuerpo se esforzará menos, y la energía consumida -y tan necesitada- será menor. En los pueblos de Francia se empieza a notar una similitud con las tierras ibéricas: los pueblos, por lo general, disponen de un bar -donde se reúnen los paisanos para la hora del vino o del licor del lugar- y una boulangerie -panadería-, con sus magníficas baguettes y croissants. Si existen más negocios locales, encontrarás también el coiffure -peluquero- y la epicerie -la tienda de básicos-.
Aquel mismo día, el 11 de Noviembre, durante mi paso por los diferentes pueblos de la Bourgogne francesa, era motivo de acudir elegante al monumento que en cada pueblo que cruzo -abosulutamente en todos- hay erigido en honor a Les enfants morts pour la France -los caídos por Francia-, entre 1914-1918, donde normalmente aparecen una veintena de nombres de los paisanos del lugar que perecieron en la Gran guerra, y por lo general un solo nombre vinculado a la 2ª Guerra mundial. En esa jornada se celebra el fin de la gran guerra -el amnisticio- que tantas bajas francesas causó, y frente al monumento se reúnen locales y familiares de las víctimas de aquellos conflictos humanos, entonando el himno francés de Liberté, Egalité y Fraternité -Libertad, Igualdad y Fraternidad-. Curiosamente, en Polonia, el 11 de Noviembre es la fiesta nacional como consecuencia de un final de la guerra en 1918 en el que se proclamaría tras más de un siglo de dominación prusiana, la Independencia polaca como nación en Europa, con la paz de Versalles.
Recuerdo el comienzo de historias maravillosas, de l’hospitalité -la hospitalidad- comentada. Aquella que nunca deja de estar presente, por mucho que los momentos sean fugaces, desde una mirada, una sonrisa, hasta una conversación mínima. La curiosidad, esa simple manera de recibir momentos y que marca la semilla de los mismos. Aquella tan esperada y necesaria que tanto alababa y dignificaba el tan ilustre y recién fallecido A. Escotado. Curiosidad por saber de dónde vienes, y donde las razones son implícitas a la manera de hablar, de moverse. Una revolución pacífica diría yo, por el mundo que acontece, por la pausa tan necesaria y el retroceso de un avance sin fin. Por la lucha de ser uno el que elige sin que nadie más lo haga en su lugar. Por observar el mundo, la naturaleza y las personas tal como son, tal como se ofrecen a la vida. Sin prejuicios. Un contemplar curioso devuelto en forma de bondad, de simpatía, de recompensa, de acogimiento.
Discurriendo por la rivera de L’Yonne, y frente a la parada de bus-librería gratuita de Lucy-sur-Yonne, tomé la decisión a través de una intuición. Esa misma sensación me hizo desembocar en el bar-pub único del lugar, del cercano pueblo de Crain, para poder recibir un plato caliente -del que no muchas veces puedo disponer-, junto a algún vino de la región de Bourgogne. Coincidió que dentro del bar que regentaban Henrique y su mujer, estaban en la barra Patrick, Corinne, Jack y su mujer. Afinando la guitarra, comenzamos a entablar conversación y momentos de canto, de degustación de vinos, y de mucha armonía. Irían llegando más paisanos, a quienes conocería cada vez más a fondo, observando un paisanismo del lugar de muchas generaciones, como al tan hablador David. Al día siguiente, domingo, se celebraba el día de la caza en los bosques de la zona. Fui invitado a pasar la noche en casa de Patrick y Corinne, y a una magnífica velada en su casa autoconstruida por Patrick, junto con más vecinos del pueblo. Mi huésped me llevaría a la bodega clandestina y tan centenaria de su tío para catar la buena Ratafia -licor parecido a la sangría, aunque aún más delicioso, y muy específico de la región de Bourgogne- sacada directamente de los barriles. Allí observé por primera vez una bodega auténtica francesa, cosechada y macerada localmente en esos sótanos, y con un olor a uva, madera y destilación a raudales. Maravilla para el olfato, y el gusto, con ejemplares polvorientos bajo llave debido a su longevidad, y problemente, valor.
Al día siguiente me preparé para acudir como observador a la caza del lugar. Un deporte que legalmente en Francia es posible los domingos de la época fría del año, con indumentaria naranja exclusivamente. Una filosofia diferente, que tantas veces, sin acudir al meollo e intrometerme entre sus practicantes, me había producido rechazo. El hecho de perseguir un jabalí, y plantear estrategia entre sus participantes, fusil en mano, normalmente abierto y descargado, hizo que estuviera muy atento a cada movimiento, cada comentario, cada razón de ser y hacer. Los jabalies eran considerados bestias salvajes durante la Galia, durante el dominio celta de las tierras francesas. Queda bien reflejado en los famosos aventureros Asterix y Obelix. Obelix, el grandullón, y sus persecuciones incesantes a estos animales del bosque, en una Galia cada vez más dominada por los romanos de Julio César. Percaté una manera ancestral de supervivencia, aunque llevada a cabo por paisanos de Crain, en una caza que se ha convertido en un deporte de riesgo, en una mera técnica de pasar una jornada con amigos, al fuego de la cabaña de los cazadores, entre risas, y guisos hechos a base de carne de jabalí cazado en otras jornadas, acompañados de mucho vino regional, quiche, baguettes, y una mousse de chocolat como postre. Todo casero, al fuego lento, y preparado por ellos mismos, entre los que se encuentra una joven, Cloe, cazadora de sangre por descendencia. Ese día no obtuvieron el jabalí.
Al día siguiente me despedía de Patrick, en una mañana fresca, y quien me comendaba a los vientos de su patria con un: Comme on dit a la Marine ‘Bon vent, mon ami’ -Como dicen en la Marina, ‘Buen viento, amigo’-. Y así, proseguiría mi pedaleo hacia el sur, por una región bourgognesa que me ofrecía todo a su paso, siendo también interceptado por el viejo Gerard, ya jubilado, y quien quiso despedirse sin siquiera conocerme, sabiendo de mi paso por Crain. Continuaría pedaleando la rivera del río L’Yonne, y pensando en los famosos caracoles de Bourgogne, que tanto gustaba recoger a los buscavidas de Garris y Riton, en el grandioso film francés Les enfants du marais -La fortuna de vivir-. Estos caracoles, muy demandados durante el pasado siglo, hizo que su recolección furtiva y constante, así como la desaparición progresiva de su hábitat, los bosques, a causa de la acción humana, diera paso a su escasa población, y la protección de los mismos en Francia. Hoy día, la provisión para el paladar de los franceses y los turistas que los degustan, proviene de las reservas de los bosques frondosos de Europa del Este, de Polonia, Ucrania y países Bálticos, donde todavía encuentran un hábitat natural para su procreación y desarrollo. El 70% de la recoleeción presente sigue destinándose para la gastronomía francesa, quien obtiene el animal lento y sanador en grandes cantidades a precios mínimos, promocionando pues la recolecta indiscriminada local en áreas del este europeo, donde existe muchas veces de todo menos regulación. Quizás, de esta forma, el mundo se quede progresivamente sin caracoles, como pasó, pasa y pasará con millones de otras especies.
Atravesé zonas de bosques, constantemente. Me perdía entre sus pistas infinitas, observando horizontes de caminos kilométricos en linea recta, sin curvas. A lo lejos árboles, y más árboles, del color marrón otoñal, rojo amarillo adentrándose en mis ojos, divisando la nada, o el todo, el horizonte infinito, hasta desembocar tras alguna centena de km en el valle del río más sauvage de Francia, La Loire -río Loira-, y en aquel magnífico pueblo La Charité-sur-Loire -la caridad sobre el Loira-, un nombre poco común de una villa medieval expléndida, preciosa, que divisé frente al puente, mientras guisaba una comida a base de garbanzos y otros vegetales. Me esperaba la pista ciclable de la ribera del Loira, que tantas y tantas veces había escuchado. Una región poblada de castillos, como la de otras riveras fluviales, como L’Yonne o el próximamente Le Allier. El río Loira con ese inmenso caudal, un entorno natural con garzas a mi paso alzando el vuelo, nutrias jugando y evitándome, corriendo ante el pedaleo de ese absoluto desconocido, para desembocar en la rivera de L’Allier, contemplando maravillado aquel Chateau d’Apremount-sur-Allier. Pedalearía acelerando el paso debido a las frías noches, y la llegada de las lluvias, pensando en mi llegada a aquella región de L’Aubergne, donde comienza el gran Massif Central -Macizo central francés-, y las penillanuras dan paso a zonas de elevaciones constantes, así como a una bonita historia de hospitalidad prácticamente diaria, de la que quiero escribir en otra ocasión.
Me encuentro en la playa de Leucate, tras haber atravesado la parte occidental del gran macizo francés, habiendo culminado un pedaleo de Mar a Mar -o de Mar Amar-, desde las frías aguas del mar Báltico, hasta las playas mediterráneas en vísperas del invierno europeo, no lejos de la ciudad francesa grande más cercana a Cataluña, Perpignan, y hasta donde he pedaleado durante los últimos 7 meses, durante 7000km, con cero pinchazos y dos recambios de cadena, por desgaste. Aquí, frente al mar, solitario en centenas de metros a la redonda, y tras mi segunda noche a la lumbre de la choza verde, me preparo para el próximo ascenso por encima de los 1500m de altura en los Pirineos orientales y así, realizar un paso de frontera entre tierras francas e ibéricas, para serpentear los pueblos de Girona hacia la gran ciudad, Barcelona.
Caminos bucólicos en nieblas difusas |
Cuando saco los guantes de lana, el frío se torna intenso, con noches bajo 0 |
Desayuno 'otoñal' en la salida de Auxerre, frente al gran río |
René, casi 60 años, pedaleando con su clásica Randonneur de los 80, haciendo un tour de Francia, sobre una bicicleta autosuficiente en electricidad y demás enseres mecánicos |
La cabaña de los cazadores, en los aledaños a Crain. Aquí pasan su día de amistad los domingos, al calor de la lumbre |
Mi Zielona Panterka -verde panterita-, en los bosques franceses, durante una jornada de lluvias y mucho 'gravel' |
Sobre el río Loira, en el pueblo Charité-sur-Loire |
Monumento a los caídos franceses de cada pueblo, A ses enfants mort pour la France |
La técnica de un saco dentro del otro, y la ropa también adentro, en noches bajo 0 |
Despertando cerca de setas comestibles, en este caso las ricas plateras |
Una maravilla, todo vuelve. El poder natural |
Preciosos relatos, me imagino esos lugares y esa gente que conoces y te acoge, y a ti observando mientras pedaleas por los caminos
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